Humanos y no humanos: lenguajes emitidos, pensamientos escuchados

Esta es la historia de un cuerpo que contiene en sí muchos cuerpos. Es una historia de territorios deslimitados. Una narrativa que se cruza con otros géneros, incluso algunos no nombrados (aún). Una historia de cuerdas (Donna Haraway), una ficción entretejida por voces —algunas articuladas, otras más bien intuidas—. Pero todas están ahí: bajo la expresión posible, a veces invisibles y a veces palpables, a veces dejando solo un rastro o un espectro, a veces como una estructura fantasma, una especie de hechizo porque ya no están esos cuerpos (antiguos animales) pero sí el de aquellos que fueron sus socios: las plantas que comieron, los árboles que les dieron sombra y con quienes de una o muchas formas se tejieron, las flores que existen gracias a ellos en un ciclo que contribuyeron a completar.

La relación interespecie comenzó mucho antes de que los humanos poblaran la tierra, pero volvió a comenzar cuando la megafauna se relacionó con su alimento. Cuando enormes animales transitaban con libertad por continentes con cuya extensión, orografía y verdes imágenes solo podemos especular ahora. Como agentes de cambio en el rostro planetario, hemos interferido en el ritmo de las plantas, en la vida de los animales con quienes compartimos territorios. Hemos circunscrito esos territorios, cambiando los cursos, cultivando, modificando los flujos acuáticos, llevando plantas de aquí para allá, haciéndonos acompañar de otros cuerpos, desplazando a otros e ingiriendo muchos más.

La mente animal se nos asemeja porque está constituida junto con nuestro lenguaje. Nos explicamos a los lobos porque en sus ojos queremos reconocer una sombra de alguien que nos interpela.

Es casi imposible evocar el pensamiento animal sin traer a cuento nuestro propio modo de pensar. Buscamos entender cómo nos piensan, o pensar como ellos, o simplemente descifrar el misterio silencioso de sus miradas. Veo a mis gatas, me miran, sostenemos esa red de miradas hasta que giran —sin intimidarse— su rostro en otra dirección para volver a mirar con fijeza un punto. Me debato interiormente: qué dirían si les fuera posible. Y me pregunto qué dirían si yo tuviera la posibilidad de escuchar ese lenguaje que de alguna manera emiten.

Mi amigo E es un estudioso autodidacta del comportamiento animal. Ha vivido con perros desde hace muchos años; uno de ellos fue su mejor compañero y, cuando murió, E atravesó un largo duelo. Antes de eso, y como parte de su investigación, E buscó a J, un antiguo entrenador que ahora se dedica a la comunicación interespecie a través de una forma de telepatía. (En términos prácticos: habla con los animales y ellos con él.) A J lo buscó E por una razón específica y, también, por curiosidad. En ese momento E vivía con una roomie que tenía una condición de salud y de ánimo que la había hecho pasar por momentos de gran vulnerabilidad. Además de Trufa (el dóberman/pitbull) y Malta (la weimaraner), estaba Virginia (otra dóberman), con quien la roomie había construido un fuerte vínculo. Luego de la sesión, E me mandó un correo narrándome:

Solo le dije a J que hablara con Virginia a ver qué le contaba, sin darle ningún detalle. J entró en su trance. Virginia —que estaba semi dormida— levantó la cabeza y empezó a gruñir ligeramente. Cuando terminaron, J me contó una anécdota. Conoció al dóberman de unos amigos. El perro era muy cercano a la señora. Un día la pareja se divorció y el perro se quedó a vivir con los hijos, que ya eran mayores. Cuando quedó claro que la madre no volvería a casa, el dóberman se fue a echar en la puerta del dormitorio, y ahí se quedó; ya no comió, ya no bebió, se dejó morir. Me dijo: “Virginia es esa clase de dóberman y tiene una relación muy fuerte con X. No sé lo que está viviendo ella, pero Virginia ha hecho suyo el compromiso de cargar con una tristeza. Ha asumido la responsabilidad de cuidar de ella, como la hermana menor de una mayor a la que nadie comprende”. Virginia le dijo a J que X cree que su mamá no la quiere, y que esa es la fuente de su tristeza.

Pregunta J a Virginia: “¿Tienes algo que decirle a X?”

Responde Virginia: “Sí, que no se tome las cosas tan a pecho todo el tiempo, que se relaje más, que salgamos más a conocer otros perros y otras personas.”

Cuando era niña, mi madre solía repetirme la historia de una familia que convivió con un pastor alemán. Según el relato, el perro daba señales de una gran inteligencia; cada uno de los integrantes de la familia tenía un vínculo especial con él. Pero esa relación era descrita en los siguientes términos: a cada miembro le hacía un favor. Cuando llegaba uno de los hombres, le llevaba sus pantuflas y esperaba a que las calzara para tirarse junto a él; la madre o una de las hermanas podían encargarle algo de la tienda, el perro llevaba la bolsa en el hocico y el tendero despachaba el pedido guiándose por un listado que enviaban las mujeres. Cuando el perro murió, todos le lloraron, me insistía mi madre cada vez que me repetía la historia. Situando el relato, esos sucesos ocurrieron en una ciudad de provincia entre los años cuarenta y sesenta. La imagen del perro que entresaco del relato es la de un miembro querido y apreciado por su actitud solícita; el perro es útil, trabaja y es querido en la medida en que demuestra sumisión, obediencia y cooperación. Esto establece una relación signada por una ideología que aprueba la utilidad del subalterno.

En un libro dedicado a la voz, Mladon Dolar habla de una obsesión histórica particular: la de los autómatas. El siglo XVII fue, a su manera, una época de máquinas. Inventores, matemáticos, investigadores y curiosos se volcaron en la creación de máquinas a escala humana que replicaban algunas funciones también humanas. Del ajedrecista de Kempelen al deseo obsesivo de Leonhard Euler por lograr una máquina que imitara el lenguaje humano. Este sueño fue posible y, además, registrado en un documento fechado en 1784: “El lenguaje humano que aparentemente salía de una boca humana” hizo que los oyentes experimentaran horror y fascinación (lo siniestro, apunta Dolar). Kempelen describió su máquina en un libro, sus “principios teóricos y los lineamientos para la realización práctica”. La máquina que imitaba el lenguaje no podía “hablar alemán; el francés, el italiano y el latín eran mucho más fáciles”. Su fraseo algo así (en traducción al español): “Usted es mi amigo, yo le amo con todo mi corazón, Leopoldus Secundus Romanorum Imperator, papá, mamá, mi mujer, mi marido, el rey, vamos a París”. Dice Dolar que hay dos funciones básicas en este lenguaje: la declaración de amor y la alabanza al soberano. Esa marca subjetiva tan humana que es la voz, al formar parte de la máquina se vuelve un dispositivo que emite sonido pero establece sumisión.

Además de soñar con máquinas que hablan, nos imitan y nos explican nuestro ser humano, también hemos soñado con hablar con animales, saber qué pasa dentro de ellos. ¿Cómo nos ven? ¿Qué se dicen? “¿Qué nos dirían los animales si les hiciéramos las preguntas correctas?”, dice la etóloga Vinciane Despret en un libro dispuesto como glosario que puede, o no, leerse en orden. En la entrada “H de Hacer científico”, correspondiente a la pregunta “¿Tienen los animales sentido del prestigio?”, Despret resume una angustia contemporánea respecto a cómo acercarnos a los animales. Cuenta cómo los observadores, naturalistas y científicos del siglo XIX les otorgaban, sin dudarlo, cualidades “humanas” a los no humanos: sentido de la solidaridad, amor, e incluso un sentido estético (a propósito de esto cita al mismísimo Darwin), “algo que ulteriormente se calificará como un antropomorfismo desbocado”. Sin embargo, con Konrad Lorenz, padre de la etología, todo cambió. El estudio del comportamiento animal se dividió entre científicos y aficionados. Estos últimos compartían anécdotas y una sistematización que quizá no pasaba por las exigencias establecidas por las teorías de Lorenz. Sin embargo, me dice mi amigo E —el estudioso autodidacta de la conducta animal—, Lorenz vivió en una casa rodeado de animales de diversas especies, logrando que todos convivieran pero, curiosamente, rechazaba la posibilidad de la comunicación interespecie. Esto me hace pensar en las escenas familiares que Lorenz narra en dos de sus libros (publicados, asumo, para un público general y no como parte de su teoría).

Despret, por su parte, centra sus ejemplos contemporáneos en tendencias que están en las antípodas, y dedica su análisis a los relatos de dos observadores de una misma especie: los tordalinos, aves que habitan en el Medio Oriente. Uno de los estudiosos se basa en una observación cercana a la antropología, mientras el segundo se opone a lo que él llama práctica antropomórfica y anecdótica, pues su sistema se inscribe en la teoría sociobiológica. Curiosamente, ambos observadores realizan el mismo experimento y llegan a conclusiones parecidas por caminos distintos. Lo importante, quizá, es lo que dice Despret: “Cualquiera que sea la respuesta, generosa o crítica, que se dé a estas alternativas, se notará que el sentido de la acusación de antropomorfismo se ha desplazado y se anuda al problema de la relación de los científicos con los aficionados. Ya no se designa el hecho de comprender a los animales con la vara de los motivos de los humanos. Ya no es el humano lo que está en el centro de este asunto, sino la práctica y, por tanto, una cierta relación con el saber”.

En el fondo, lo que busco con este subrayado es que el debate termine descentralizando el punto humano: la cosa es pensar si los pájaros actúan como los aficionados, es decir, recolectando anécdotas, interpretando y planteando hipótesis.

Desde mi punto de vista de aficionada, los animales piensan, y lo hacen con el cuerpo y con el territorio —y a veces, cuando nos acercamos, posiblemente lo hacen en colaboración—. Pero, sobre todo, somos nosotros quienes pensamos en ellos y nos sumergimos en un mundo lleno de lenguaje. Para describir el pensamiento animal no tenemos sino la más humana herramienta: el lenguaje y nuestro deseo de fijarlo (escritura) y compartirlo (comunicación); queremos socializar nuestras observaciones, nuestras dudas y certezas.

En el desierto mongol quedan apenas unos cuantos cazadores que llevan a cabo su labor en una forma particular de colaboración: con águilas. La historia es narrada en un documental que ofrece otra particularidad: la de la primera mujer cazadora, la joven Aishopan Nurgaiv, quien a sus trece años venció las resistencias de los ancianos de su tribu, pues estos no estaban de acuerdo en que una mujer formara parte de la tradición. Durante doce generaciones, la familia de Aishopan ha convivido con estas peculiares socias. La relación humana-águila empieza por la voluntad, así que Aishopan empezó su relación colaborativa con el ritual practicado por sus ancestros: fue ella quien subió hasta el nido del águila a robarse un polluelo, quien alimentó al ave desde pequeña, la única de su familia que le habla; conviven y crean una simbiosis. Ambas aprenden a cazar, dependen la una de la otra y viven en ese vínculo durante aproximadamente siete años, hasta que el águila es liberada. La belleza de esta historia radica tanto en lo simbólico como en la historia per se: la coreografía del hacer juntas, de los cuerpos de una niña y un ave enorme, brazos y alas, plumaje y concentración; un lenguaje de gestos y sonidos que, como toda lengua interespecie, tiene su particularidad (la de dos individuas): un amplio espectro de narrativas a ser decodificadas, entendidas hasta cierto punto para después ceder al terreno de un conocimiento no teórico sino corporal, telepático, sincrónico.

Los lobos son territorio. Una de las razones por las que aquellos han sido perseguidos casi hasta el exterminio es por leerse en relación a su territorio. Son metódicos, merodean el mismo espacio, caminan sobre sus propias huellas. Dicha metodología los ha vuelto presa fácil de su depredador: el hombre. Para los lobos, el territorio es suyo; el hombre llegó a poner alimentos en él. Antiguos habitantes de poblados inhóspitos, fueron perseguidos y cazados, “aleccionados” con crueldad. Los lobos, al igual que otros animales no humanos, piensan con su cuerpo, y en este llevan incrustado el territorio. La dicotomía salvaje/civilizado es nuestra. Naturaleza es un término de nuestra invención.

Los animales no humanos están en nuestro tejido de relaciones, en nuestros deseos de ser otros. Están, incluso, en nuestro lecho de muerte. La muerte de la madre de Laurie Anderson fue asistida por una asamblea de animales imaginarios. Deseo los últimos momentos de mi conciencia ocurran en esa compañía.


“¿Por qué hay tantos animales en el techo?”, dice. ¿Cuáles son las últimas palabras que decimos en nuestra vida? ¿Qué es lo último que dices antes de convertirte en tierra? Cuando murió mi madre, estaba hablando con los animales que se habían reunido en el techo. Les habló con dulzura. “Ustedes, los animales”, dijo. Sus últimas palabras, todas dispersas.”

Laurie Anderson (Heart of a Dog).


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