Rojito

Para Susana, quien nos heredó el nombre
Para Angelina, que me visita en una presencia alada
Para Daniela, con quien converso de los Rojitos y de ser hijas

A veces siento que una de las razones por las que viajo a mi ciudad natal es para encontrarme con él. Experimento en mi cuerpo esa emoción previa: ¿estará?, ¿nos encontraremos? Esa emoción de no saber que se estira hasta el último resquicio, el momento de llegar al jardín que habita o sobrevuela. A pesar de los años que tengo de conocerlo hay algunos asuntos que me siguen resultando un misterio: ¿dónde anida?, ¿es el mismo ser que veo desde hace dos años o será ya una generación siguiente?

Decir que viajo para encontrarme con él es una frase parcialmente verídica; visito mi ciudad por múltiples razones familiares pero es cierto que algo en mí codifica nuestros lazos en la categoría de familia. El nuestro es un encuentro mutuo de observación y silencio, y es suficiente para considerarla razón para viajar. “A veces creo que recorro kilómetros para verte”, digo y me imagino la potente devolución que resultaría esa frase naciente desde su o sus pequeños cuerpos: “A veces también nosotros viajamos para verte”.  

No siempre nos hemos encontrado.  He tenido rachas en los que no lo veo y las dudas de su permanencia en el mundo me dan vueltas en la cabeza. Sin embargo, la suerte está de mi lado y algunas veces las ausencias son un cambio en sus hábitos, las razones no me son claras los reencuentros son tan reveladores como esa primera vez que nos vimos.

Nuestros encuentros me hacen sentido; su lógica peculiaridad no es una relación atravesada por palabras, sino más bien se trata de un trato y un pacto más allá del lenguaje humano. A menudo, esta sensación se convierte en duda: ¿estaré describiendo en términos meramente humanos esta forma de amistad? ¿Decir amistad es ya en sí una limitación a mi cuerpo y los códigos/experiencia con los que  le doy forma al  mundo? Esto es un enigma que desconozco si seré capaz de resolver, pero sé que parte de estas dudas atraviesan el paso finito por el planeta. En mis encuentros con él fluye otro lenguaje, uno de curiosidad, de hábitos, de observación y de coincidencia en el tiempo y en el espacio. 

Enero de 2021. Mi primer viaje desde la pandemia. A pesar de haber permanecido un año evitando las conglomeraciones típicas de las estaciones de autobuses o de aeropuertos, no tuve ningún reparo para moverme en ese momento. Las medidas extremas de protección, el uso de doble cubrebocas y otro tipo de precauciones que ahora me suenan harto exageradas, se convertían hace dos años en una forma de paliar mis dudas o temores y algo más: una forma de acuerpar mi idea de cuidados extremos. La razón de mi desplazamiento tenía que ver con una crisis en la salud de mi madre. Si bien nos había demostrado que era una mujer longeva que había resistido crisis previas, su misma edad y cada muestra de merma de su salud detonaba en mí el deseo de llegar a su lado, hacer lo que consideraba era mi única posibilidad:  un trabajo de acompañamiento y despedida. 

Primer avistamiento

Aquel día —un domingo por la tarde—  no fue fácil.  Por fin habíamos logrado hacer unas radiografías de los pulmones de mi madre, los resultados eran malos. Una sensación de tristeza y desesperanza me hicieron salir de la casa familiar; no quería hablar, no pensaba más que en caminar. 

A unos cuantos metros de la casa hay un jardín público. Se trata de un espacio urbano que se repite en la colonia en la que crecí; en total hay siete parques/jardines de este tipo. La colonia fue construida durante los años sesenta; el arquitecto que tuvo a cargo este desarrollo pensó como se pensaba entonces: en procurar espacios verdes como un respiro para evitar la saturación del concreto. En cada manzana se abre un jardín, una especie de pasaje que interconecta calle con calle. Dichos espacios han sobrevivido todos estos años, a veces con mejores gestiones de parte del Ayuntamiento, a veces de parte de los vecinos y a veces con la indiferencia de ambos, esos jardines se transforman en espacios de lo indómito o en lugares de cierto orden típico de la conservación de las oficinas de parques y jardines. En ese momento el jardín de la calle Ley tenía la apariencia de un espacio cuidado en la forma como los ayuntamientos entienden: una poda continua, a veces excesiva y un uso exagerado de agua para regar los pastos. 

Entré a ese jardín casi mecánicamente, en su calidad de pasaje que interconecta calles ha sido una ruta/atajo en mis caminares por la ciudad. Pero aquel domingo, entré errática buscando nada, sintiendo el peso de lo que no se entiende de los momentos dolorosos en el cuerpo. De pronto, entre las ramas de un pequeño árbol a la mitad del parquecito, descubrí un rojo intenso en movimiento. Un vuelo en espiral, corto y el regreso a la percha. Su pequeño cuerpo contrastaba con el efecto palpitante que significó. Todo en ese momento se transformó, Rojito entró a mi vida. 

Su presencia me haría notar mi escaso conocimiento de aves. Como pude le tomé una fotografía y se la mandé a una amiga experta en pájaros, “se llama vermillion flycatcher, mosquero cardenalito. Esta fue la forma indirecta en que Oti me presentó a Rojito. Aquella repentina aparición se volvió un principio de amor y como todo amor significó de inmediato un interés por saberlo todo acerca de él. 

Rojito en nuestros primeros encuentros

Pyrocefalus rubinus es su taxón, a los días descubrí que su compañera volaba también por el mismo rumbo, o mejor dicho, compartía hábitos de estancia y alimentación: elegían una percha, volaban en espiral cazando mosquitos, regresaban a la percha. Cambiaban de percha, volaban en espiral… y así pasaban el día en el sentido pájaro.  Él con su rojo magnético, su cabecita punketa y ella de color gris con una mancha blanca. Sus perchas elegidas combinan ramas de árboles con letreros que recuerdan a los paseantes recoger los desechos de sus perros, o bancas, rejas, alambres tensados y cables. 

Mis visitas al jardín de la cuadra se volvieron un hábito. Tenía una cita cotidiana, la pareja de mosqueritos me permitían acercarme, mirarles, hacer un registro. Cada día estudiaba sus movimientos, a veces escuchaba los cantos de ella. Sentía que en ese tiempo de espera en la percha, en su vuelo corto y su regreso, el pajarito sabía que era observado pero quizá lo importante en términos de mi propia experiencia era el proceso de transformación que operaba: la amplitud de mi percepción en las formas cercanas de la vida.

Hasta entonces nunca había notado otras presencias en el parque. O quizá, más bien, ese espacio se resignificaba y se desplegaba ante mí como un nuevo espacio de descubrimiento. En inglés existe la palabra awareness que es como ese darse cuenta, hacer conciencia no sólo de la presencia de estos seres pequeños, brillantes y sorprendentes, sino de mi propia capacidad de suspender todo en aras de contemplar la vida en otros cuerpos, experimentar el silencio y la observación. 

¿Será posible la amistad interespecie?

En su libro Los pájaros el arte y la vida Kyo Maclear comparte el momento de duelo y desconcierto que la lleva a conectar con los pájaros. Su caso me suena y resuena, en medio de la época de crianza de sus hijos, apesadumbrada por el decaimiento de la salud de su padre, Kyo se entrega al arte de avistar aves como una forma de consuelo. En su investigación por las formas de aprender de los pájaros toma una idea de otra escritora, Olivia Gentile, quien detecta y nombra la presencia de “pájaros desencadenantes” para referirse a la aparición de un pájaro en nuestra historia de vida y comenzar lo que llama las memorias ornitológicas. A partir de mi encuentro con Rojito se abrió una potente esperanza y una real significación de estar en un jardín, de experimentar la amistad interespecie con él y con otros habituales: ahí estaban los colibríes, el Pitangus sulphuratus conocido popularmente como Luis Bienteveo, las parvadas de pericos que vuelan en la tarde haciendo escándalo, los pinzones comunes que cantan al inicio de la primavera con gran pasión… pero también estaban los perros que pasean con sus dueños, los códigos de saludos y chorcha común entre vecinos, o los oficinistas que se escapan para comer algo en las bancas del pequeño jardín. De alguna manera descubría redes de vida nuevas para mí en mi carácter de visitante. Nuestras vidas se trenzan con otras especies, siempre o mucho más de aquello que podemos reconocer a simple vista. 

Tiene un minuto para responder una pregunta: ¿Hacia dónde nos llevan los pájaros?

Tengo una carpeta con 244 fotografías del mosquero cardenalito, en su mayoría son fotos de su presencia por este jardín puente, pero hay otras que registran otras presencias. La de quien supongo era un segundo mosquero más joven que comenzó a merodear la casa familiar. En diciembre de ese año, 2021 ese otro mosquerito que aparecía fuera de la casa tenía como percha los cables de electricidad o una esquina del muro de la casa. Mi hermano llegó en algún momento con frescura a decirme, “Te buscan”, para referirse a esa visita que en casa asumen como una visita específica para mí, el mérito de mi insistencia y mi propio hábito es haber hecho del jardín mi propia percha o espacio de observación, voy ahí simplemente a estar y asumir que la contemplación y el silencio permiten una especie de diálogo y fidelidad interespecie. 

En algún momento, mis estancias en la ciudad coincidían además de los acompañamientos a mi madre, en espacios para continuar con mis actividades en línea como el Laboratorio de Ecoescrituras que imparto desde entonces. Pronto se me apareció la pregunta dirigida al grupo: ¿Hacia dónde nos llevan los pájaros?, ¿a mirar qué? A descubrir el arriba, y una serie de vuelos y redes casi invisibles que suceden: los pájaros, las perchas, las floraciones de los árboles, los polinizadores. Descubrimos que hay más vida en el entorno urbano de lo que a veces somos capaces de reconocer y nombrar. 

En otro contexto, durante un recorrido para ver árboles en la Ciudad de México, en plena floración del naranjo descubrí la alegría de los rostros de quienes un domingo compartían el recorrido de árboles. Cinco mujeres miraban extasiadas hacia arriba; cuando imité el mirar descubrí una comunidad de polinizadores: estaban las  abejas revoloteando por las flores de azar y un cuerpo que consideré un abejorro hasta que  me  hicieron notar a un zunzuncito, el ave más pequeña del filo chordata un pequeñísimo colibrí que logre grabar exiguamente.

El zunzuncito es el pájaro más pequeño del mundo

Pero los pájaros nos llevan a otros lugares, a ampliar la red de afectos y amistad, ya lo he dicho. A mí me llevó a una conversación profunda con la artista Daniela Franco. Ella seguía las apariciones del pajarito y fue ella quien me explicó la diferencia de colores entre el macho y la hembra, me compartió el significado y la importancia de la presencia del mosquero en la vida de su madre. Y fue ella, Susana, la madre de Daniela quien murió al poco tiempo de haber iniciado nuestro diálogo a partir de los pájaros, quien nos dejó el nombre de Rojito como lenguaje común.

El año pasado murió mi madre, y la presencia de Rojito ha sido una forma de amistad y de compañía. Su presencia se ha extendido, suelo encontrarlo en lugares, dos veces en CU en momentos importantes y de manera contundente y conmovedora tengo presente su aparición en las faldas de la montaña Iztaccihuatl, todo un símbolo en nuestra historia familiar. 

Para mí, y me atrevo a decir que para Daniela y para otros amigos que han compartido con ella historias con el fin de nutrir una hermosa exposición de dibujos llamada precisamente Rojito, la cual Daniela presentó en el Museo de la Ciudad de Querétaro en diciembre de 2021. De alguna manera, Rojito nos acompaña en esas ausencias que nos atraviesan. Nos trae mensajes que podemos intuir pero no logramos descifrar porque el mundo siempre está suspendido en un lenguaje que intuimos y no terminamos de entender. 

Para la exposición de Daniela escribí para la pared, estas palabras acerca de nuestros encuentros:

Salía de casa, caminaba unos pasos a ese jardín público. Sabía que estaría ahí y aún así no me impedía la sorpresa, su aparición y la alegría de su fuego.
Cada día sentía más intimidad y cercanía.
El Mosquero fue (es) mi amigo, cuando necesité su consuelo, estaba ahí. En su misterio rojizo y negro, con su presencia y sus asuntos entomológicos cotidianos.
Copetito punk, antifaz, pensamiento, atención, vuelo bajo, fuego pequeño, desparece, coqueteo, canto, ¿ese canto me dice algo? Anotaciones que confunden o mezclan el deseo, el documento y la interpretación. Escribe Emily Dickinson que la naturaleza es la madre más tierna (gentlest Mother) y pienso en los linajes de hijas y madres observadoras, en los linajes de pyrocephalus que hacen su territorio en este espacio compartido. ¿Sabrán ellos hasta dónde nos llevan? ¿De los lazos de palabra y consuelo que nos hacen decir sus apariciones? Este misterio es un conjuro de palabras encendidas que vuelan, tratando de atrapar algo en el aire, y si bien no sabemos qué es, sabemos que regresaremos al día siguiente para mirar de nuevo ese copete encendido que nos dice el mundo es un abanico y un principio ilegible, para el que es necesario, inventar nuevos lenguajes, pajarear nuestros lenguajes en nuestro aquí y ahora.
Ese es mi Mosquerito, el tutubixi ñañu, y es el Rojito de Susana y Daniela, pájaros que nos hablan en su silencio y su canto, en su espera atenta, en su revolotear que da sentido a nuestro mundo.


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