En busca del árbol de Navidad

Lo llamábamos el pino, una palabra general para designar un árbol que vivía en la banqueta, afuera de mi casa de la infancia. Ahora que trato de rememorar haciendo entrevistas entre mis hermanos no logro despejar la incógnita: falta mi madre, seguramente tendría los pormenores de quién sembró ese “pino” o cómo fue que llegó ahí. Mi hermana Lilián quien es otro de los nodos de la memoria familiar, recuerda la presencia del árbol que compartía suelo en esa banqueta: una galeana que también está tejida en mi memoria porque me gustaba jugar con sus brotes floreados, pequeños saquitos aterciopelados que contenían líquido.

El pino y la galeana. La casa se vendió hace muchos años y así que esas presencias arbóreas ya no existen más que en ese recuerdo neblinoso.

Mis preguntas acerca del “pino” se quedan sin respuesta. Mi madre ya no está aquí, con nosotrxs, extraño su voz y sus historias. La memoria vegetal se me ha despertado desde su muerte. Se me han aparecido algunas plantas que me recuerdan su presencia, porque la relación con el mundo vegetal, como pasa con muchxs de nosotrxs, es un vocabulario más bien intuitivo que tiene que ver con un sistema de relaciones entre las madres/abuelas y plantas. Crecimos escuchándolas hablar de tal o cual detalle de raíces, esquejes (coditos), de cambios de lugar de macetas, de enfermedades y plagas y miramos hacia otro lado porque esa conversación no nos hace sentido a los siete, ocho o diez años y sin embargo, ahora lo descubro, la escuchamos con otros oídos o con el cuerpo entero porque ahí se queda, pegada a los huesos. En jardines o patios la vida se concentra en floraciones o presencias que años después harán sentido. 

No puedo entonces reconstruir la historia que me explique el origen de ese “pino” ni quien lo sembró ni —lo más importante, qué árbol era. Este proceso me invita a desmontar y crear. Desmontar la palabra pino ese término paraguas que compartimos cuando no sabemos a detalle qué tipo de conífera tenemos frente a nosotrxs. Un pino es un tipo de árbol de “aspecto similar a una pirámide” según las descripciones más especializadas, sus hojas pueden ser agujas o escamas, producen conos (eso que de niña llamábamos piñitas) tanto femeninos como masculinos, los pinos (vuelvo al genérico) “son hermafroditas” me dijo P con quien caminé alguna vez por el bosque de la Primavera.

El “pino” es importante para mí porque fue también mi árbol de Navidad. En un diciembre mi madre mandó cortar una rama para adornarla con luces y esferas. Recuerdo el aroma y una especie de alegría indescriptible en mi infancia, de saber que algo tan cercano podía significar tanto en esa transformación, en esa investidura. Ese arbolito que habitaba afuera de la casa era ahora una especie de símbolo, cubierto de heno, adornado con aquellas esferas y simulando un bosque vertical para los personajes que integraban el nacimiento.

Como muchxs niñxs, hacer ese espacio distinto dentro de la casa significaba un suceso inusual y gozoso, quizá eso era para mí más importante que todo lo demás, no lo sé, pero es una alegría que nunca he vuelto a sentir y que se teje en mi memoria con la presencia que no sabía nombrar hasta que empecé la búsqueda de ese árbol. 

Como toda búsqueda nació de un impulso y este viene de un remolino de memorias ligadas a la presencia de las plantas de la infancia luego de la muerte de mi madre. Es curioso y no. Escribe Michael Marder, filósofo vegetal él mismo, que en su propia diáspora las plantas ocupan una latencia como centros mnemotécnicos de gravedad, en una larga lista de países por las que vivió desde la infancia, Rusia, Israel, Canadá, Estados Unidos, Portugal, País Vasco las plantas “se convirtieron en las guardianas de mi memoria, los centros mnemotécnicos de gravedad que evocan hechos, e incluso la atmósfera que envolvía mi vida en un tiempo determinado hasta los mínimos detalles”. Exactamente así pero desde ese lecho de hojas y materia orgánica que es la memoria: en un inesperado ir y venir de sensaciones, colores y formas; la reconexión sucedió un día caminando en la calle, me sentí atraída por dos pinos que vi compartiendo suelo en la banqueta, ambos eran muy distintos pero al mismo tiempo similares, es decir, parecidos en su corpulencia pero diferentes en lo que ahora sé se llama su hoja aunque las dos son de lo que se conoce como hoja de escama. Recordé la banqueta, el árbol, el rito de corte de una rama que no sacrificaba al árbol entero y que traía consigo alegría a los días de infancia.


Sin embargo ese entusiasmo reconectado y el deseo de reencuentro no sucedía con las puras ganas, necesitaba saber cosas específicas y como ya lo dije, nadie de la familia recordaba. Pero un domingo reciente, si esperarlo, durante un paseo con los amigos de Árboles de la Ciudad de México, me encontré con mi pino en un parque. “Es una tulia” me dijo José Carlos Martínez. El descubrimiento significó una remolino de sentidos y conexiones. Días atrás la tulia me había salido al paso en el  Álbum de plantas prohibidas de María del Carmen Tostado. “La tulia se mantiene viva ante los inviernos más crudos y florece a finales del invierno y principios de primavera, por lo que es alimento predilecto para los ciervos”. Lejos estaba la calle de mi infancia de ver pasar ciervos, solo niños, perros y gatos citadinos renglón aparte era el caballo que jalaba el carromato de un señor que pasaba algunos días de la semana vendiendo fruta y que era en sí, una imagen que nos recordaba que en ese entonces la vida rural estaba más cercana de lo que pensábamos. Tulia o thuja dice el álbum y tuja fue una medicina que siempre estuvo presente en el botiquín de mi madre: “sus hojas, ricas en vitamina C, se utilizan para tratar el escorbuto, enfermedades respiratorias, artritis, desórdenes nerviosos y para estimular el sistema inmune”, continúa la descripción de Tostado. En el relato taxonómico la tulia/tuja pertenece a la orden Pinales y a la orden Cupressacae y me acerco a estas categorías por lo que se transmina al lenguaje común, de ahí me salta pino y ciprés, desde ahí mi propio archivo mnemotécnico se vuelve, como escribe Marder un centro de gravedad. El árbol, mi árbol de Navidad se extiende más allá de ser una práctica de bajo impacto ambiental en el abrazo prolongado de mi madre. Para mí la caléndula y la tuja son y serán siempre dos palabras que significan curar el cuerpo y desde luego más allá de las palabras las tinturas lo hacían y lo hacen al día de hoy. Es conocimiento heredado, lenguaje vegetal breve y tibio que aprendí de Angelina.

Al escribir esto tan anclado en eso que llamamos primera persona, me pregunto: Qué hace que las experiencias de una persona valgan la pena más allá del estilo y las palabras, la cadencia o las técnicas sino ese espacio en el que una voz es muchas voces, no por idealizar la colectividad, que en sí tiene sus propias tensiones, si no por encarnar la forma en cómo se piensa a sí mismo el pensamiento vegetal: muchas semillas, muchas posibilidades, algo germina. Hace tiempo discutí en alguna red social acerca de usar el término “la tecnología de la semilla”, yo afirmaba que la semilla es una tecnología perfecta, se cree que lo natural se opone a la técnica, pero ¿qué es lo natural? Bajo la etiqueta de natural/naturaleza muchas veces hay imposiciones y discursos que disfrazan instrumentalización y dominio. Me gusta jugar con la idea de que nuestro interés por el mundo vegetal es una estrategia de las mismas plantas para subsistir, vale recordar que ellas llegaron mucho antes que la especie humana y han sabido sobrevivir a todo tipo de amenazas. ¿Somos su polinizadores? Sin duda, pero esto no nos exime de ciertas responsabilidades: la tala de los bosques, la siembra de monocultivos o la amenaza que sufren nuestros pinos debido al cambio climático es una realidad, las árboles se estresan en la angostura de nuestras banquetas pero al mismo tiempo necesitamos su presencia en las ciudades, ¿podríamos darles un lugar más digno y más cuidado y pensar más en la forma en cómo cada árbol crece antes de sembrarlo?

Abies religiosa así llaman los botánicos a nuestro oyamel, el abeto nativo de los bosques del centro del país emblemático de la Navidad. En México hay siete especies que se usan como árboles de Navidad. Cada año miles de familias consumen este tipo de árbol junto a otras seis especies como árbol de navidad, según me dice José Carlos: “si tu quieres llamar a una palmera árbol de Navidad, nada te lo impide”. Vestir el árbol y transformar el espacio pensé cuando en Tzintzuntzan vi quiotes investidos como árboles navideños, luces, heno, juguetes de la región, una vez más el centro de gravedad vegetal transformando el espacio.

La pandemia trajo consigo una especie de urgencia de “reconectarnos” con la naturaleza. Sin embargo no puedo pensar con algo de pesar en la corta duración o el efecto on/off que sufre nuestra conexión, cuando pienso en el paisaje del futuro próximo: arbolitos secos, desvestidos, desechados, colgando de los camiones de la basura o abandonados a medio camellón. ¿Hay alguna forma de reescribir nuestra relación con esos árboles, pensar de dónde vienen y dónde van a terminar? No creo tampoco que la idea conservacionista de no cortar nos lleva a una “solución”; al final tendríamos que tener la conversación incómoda respecto a los monocultivos y eso tiene mucha relación con lo que llega a nuestras mesas y a la forma en que se produjo nuestra mesa.

Pero vengo en son de paz. Me quedo, por lo pronto, en el reencuentro con la tulia que me dio alegrías unos años, cuyo aroma que era el abrazo extendido de mi madre a quien ahora encuentro un poco en las tulias que me salen al encuentro cuando camino en la ciudad.


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