Del mar a la montaña

Este texto forma parte del libro Ser montaña ser glaciar de próxima publicación.

Subimos desde el nivel del mar. Nuestra aventura estaba exenta de osadía, se trataba de un viaje cotidiano más que de una proeza, un viaje como parte del proceso de investigación. Hay impulsos que surgen a partir de la curiosidad, una pregunta y una cierta indagación que se sigue de manera más bien intuitiva, como una lucecita titilante que nos guía por un pasillo oscuro, vamos tras ella con entusiasmo y determinación.

Del Puerto de Veracruz a los alrededores del Pico de Orizaba hay 12o kilómetros, sabemos que en todo territorio está marcado por relieves, no existen las líneas rectas. El camino por el que salimos desde puerto nos ofrecía la panorámica propia a la altura, una vegetación exuberante y frondosa, propia de la selva del trópico, puntuada por la presencia del agua y el clima. 

La carretera que sube a Orizaba, para  tomar a la altura de Fortín de las Flores,  la ruta hacia Coscomatepec ofrece una transición de selva a bosque, y ese era precisamente, el anhelo. Experimentar  cómo se da esa transición, mis conversaciones insistentes giraban alrededor de mi frase, quiero entender cómo a tan solo 120 kilómetros de la playa se eleva una gran montaña, saber cómo cambia el paisaje, cómo es el territorio, cómo notarlo. Soy consciente que este es un camino que va en el sentido opuesto, y ese es el reto: seguir el curso del agua la cual desciende desde el glaciar o la montaña es un camino pero quiero, justo ir al encuentro del río. Mi inquietud está alejada de cualquier proeza atlética, poco se relaciona con la aventura que en unos días me contará Luz del Rayo, una caminante excepcional que se ha propuesto, como parte de sus caminos: salir del puerto andando rumbo al bosque hasta llegar a la montaña. Mi movimiento nace desde otro lugar, busco atestiguar y dar cuenta de los cambios en el paisaje, aun si era desde la ventanilla de un automóvil. 

Poco a poco nos fuimos alejando de la vegetación. Los carriles de la supercarretera contribuyen a crear ese efecto de distancia de los matorrales, desdibujando o más bien desenfocando, ciertos puntos específicos de la narrativa vegetal. Aun así, la experiencia me emocionaba porque sabía que mis caminos me llevarían ante la imponente presencia, la del Citlaltepetl. Recordé cuando hace algunos años, en los  mares de Baja California acudí a avistar ballenas, hay algo de rito de encuentro cuando vamos hacia los territorios en los que eso que llamamos naturaleza nos domina, en el mejor de los sentidos, cuando olvidamos las lógicas urbanas y nos reenlazamos con eso que somos, criaturas en un planeta, criaturas en relación con otras existencias, criaturas conscientes de su dimensión y de su tiempo. Salir al encuentro de una montaña.  

Hemos andado lo suficiente para saber que el paisaje es una construcción cultural, en transformación continua. Nuestro tiempo presente, determinado por la crisis ambiental, nos deja bien claro que los humanos lo intervenimos, lo alteramos. Cortamos cerros para construir carreteras, desviamos ríos, rajamos la selva para construir un tren. Estas acciones nos hacen olvidar algo esencial, que en una primer momento el paisaje nos construye. ¿Cuándo es que rompemos esa reciprocidad? Es una de las preguntas que nos aflige, cuando vemos los bosques incendiados, cuando los médicos atienden animalitos heridos por el fuego con un panorama carbonizado y desolador de fondo. Veracruz es un estado en el que, al igual que en muchas entidades del país, la vegetación afronta grandes amenazas. En un informe de la Comisión Nacional para la Biodiversidad leo que, antes de los incendios de 2024, 400 especies de plantas están en peligro de extinción, de las cuales el 25 por ciento son endémicas. Estas cifras están cambiando en tiempo real, en cada estiaje, sabemos pero no queremos conocer a detalle, el indicador de pérdida llega a límites nunca antes imaginados, porque nos resistimos a aceptar que un mundo como lo conocimos conocido o referido, se nos va.

A veces es difícil imaginar cómo eran en su pasado los espacios que no habitamos desde la infancia. Ahora, en la carretera, me pregunto cómo era hace unos años esto que ahora miro.  Si en este momento me asombra el verdor, si me siento hechizada por el avistamiento de los meandros de los ríos, me pregunto por el aspecto pasado, antes de vivir bajo la amenaza continua. Aunque intento hacer el ejercicio de imaginarme lo que fueron estos territorios hace unas décadas, no lo logro. Solo siento el sobrecogimiento del corazón cuando descubro que mi cerebro, por el contrario, me permite imaginar un futuro de sequía, desabasto y tristeza. 

Miro por la ventanilla y me pierdo en las formas de las copas de los árboles que crean ese efecto de película que corre, como si el paisaje estuviera en movimiento y no fuera yo quien se desplaza, en medio de esta sensación que sé que puedo llamar solastalgia, un término acuñado por el filósofo australiano Glenn Albrecht para designar ese sentimiento de duelo ante los cambios en nuestro medio nuestro medio ambiente.

No tengo vocabulario para nombrar los árboles que veo a mi paso. Me faltan palabras para reconocer las formas de las plantas. Sé que la inteligencia vegetal me rebasa y que si esto se detiene —la deforestación, la invasión humana—, ellas recuperarán su ritmo y su furia, la forma en cómo habitan los espacios, su belleza al enraizar y crecer hacia la luz. Como un ejercicio para mitigar la desesperanza, he imaginado momentos en los que esa fuerza vegetal cobra impulso y rompe las paredes y el asfalto. Pero las fuerzas de las máquinas no paran. Horas más tarde a mis reflexiones viendo por la ventanilla de este auto alquilado, volveré a experimentar una sensación de descobijo, como si algo me arrancará de raíz, como si yo misma fuera un árbol, un Abies religiosa de este bosque en las montañas de Veracruz. Este bosque nace por la filtración del glaciar de cara Este y Norte del Pico de Orizaba, de ahí nacen dos ríos: el Jamapa y el Cotaxtla.

Del otro lado, en el límite entre bosque y urbanismo, está Nuevo Jacal, por donde empezamos a caminar. Estamos a 2 800 metros sobre el nivel del mar, apenas ayer estábamos en el puerto. Hoy seguiremos subiendo, pero a partir de este momento lo haremos caminando. Lo hacemos algunos kilómetros por una carretera, hasta internarnos en un camino que deja de ser asfalto para convertirse en brecha. Camino acompañada, como siempre. No hay forma de que me interne de manera solitaria en los bosques que nacen al pie de las montañas. Siempre en ruta, siempre en cordada, aunque nuestro lazo sea simbólico, nos une el amor y la conversación. 

Además de Memo, glaciólogo del Pico de Orizaba, mis compañeros de ruta son tres caminantes del estado de Veracruz. Luz vive en Huatusco, Amadeus viene desde Orizaba, y Roberto de un punto más lejano, de Xalapa, y esta es su primera vez por esta ruta. Los tres son jóvenes. Luz y Amadeo conocen la montaña de una forma que me deja sin aliento. Cada quince días suben y exploran distintas rutas. Salen muy temprano de sus hogares, toman autobuses que los llevan a Coscomatepec, a veces otro autobús a Vaquería, pero esta vez subirán a la base del glaciar, a cinco mil metros sobre el nivel del mar y bajarán el domingo a una velocidad que yo sería incapaz de lograr para alcanzar el transporte público en Vaquería y hacer el camino de regreso a sus hogares. 

Hoy caminan más lento en deferencia a mi paso, porque voy mirando, porque esta forma de estar aquí para mí es una investigación geológica, botánica, hídrica, pasada por el lenguaje y la escritura. Entro aquí acompañada por las voces de caminantes expertos, que me hablan con amor de los caminos, con la dedicación verdadera de explorar como se hacía años atrás, a buen paso, con conocimiento, amor, sin competencia, sin ansiedad de acumular cumbres, sino por caminar, por sentir el cuerpo y sentir a la montaña.

Hemos caminado juntos un buen trecho. He platicado con Luz de un recorrido que no deja de emocionarme, y le he pedido que me cuente pormenores de una hazaña para mí increíble, cuando hizo la circunvalación del Pico acompañada por otra montañista. Admiro a las mujeres fuertes que desafían los temores que a mí me asolan, no solo aquellos que me hacen dudar de mi fortaleza y resistencia, sino del hecho de ser una mujer caminando en la montaña. 

Nuestra conversación se trenza con los matorrales cercanos a las rocas cubiertas de musgo y liquen. Parece que está marcada por el sonido del agua, y algo hay de esto, ya que seguimos la ruta del río. Luz rodeará las faldas del volcán, cruzará la zona fronteriza entre Veracruz y Puebla, y subirá con sus compañeros a la fuente madre de este río hacia el que, una vez que nos despidamos. Mis pasos son otros, mi otra cima no es la altura, mi otra cima es un principio hermoso, la fuente de la vida que escurre desde la montaña. Mi destino final es sumergir mis manos en el río naciente de Jamapa. Mis palabras finales: 

Gracias, río.


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